Los primeros días de chica independiente no fueron cómo esperaba. El primer susto me lo llevé con Nube de Nata. Como siempre está entre charcos y arbustos, llegó un día después de su rutinaria escapada, vomitando con un aspecto lamentable.

Corrí al veterinario del pueblo con el corazón en un puño, lo último que podría superar es que a mi bichillo le pasase algo grave, ¡es mi compañera de vida!

Al final quedó todo en un susto. Me dijo el veterinario que una mofeta la había rociado y que el color verde era la consecuencia. Una inyección para virus y bacterias y un buen bañito solucionaron el problema.

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Después de un mes en casa, disfrutando de los momentos juntas, llegó otro susto.

Estábamos bailando al son de la música cuando empecé a tener la sensación de que alguien nos observaba.

Al girarme vi a un viejo verde asqueroso mirando a través de la ventana.

No soy de meterme en líos ni ser grosera pero ese hombre me tocó las narices, ¿de qué iba espiándome por la ventana? ¿Cómo podía ser tan sinvergüenza? Salí dispuesta a cantarle las cuarenta.

Conseguí que se fuera pero no me quedé del todo convencida, daba la sensación que mis palabras le entraban por un oído y le salían por el otro. La próxima vez iba a ser menos comedida.

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Finalmente me han asignado en el ala de pediatría del Hospital de Windenburg.

La teoría la he llevado siempre muy bien, pero la práctica no es ni por asomo tan fácil, sobre todo con los diferentes aparatejos electrónicos con los que trabajo.

Mi primer paciente fue un encantador niño con una extraña alergia. Intenté ser absolutamente profesional fingiendo seguridad para no transmitirle mi nerviosismo.

Pero los tembleques de mis manos me jugaron malas pasadas y tuve que sacarle tres veces muestras de ADN, todas aterrizaban en el suelo.

Que a mi torpeza se sumase el boicot de los instrumentos no ayudó demasiado. El corazón me dio vuelco, ¡pensaba que lo mataba!

A pesar de estas pequeñas anécdotas, soy súper feliz con la vida que llevo. Siempre acabo los días escuchando la radio mientras hago punto y reflexiono sobre el día que se acaba. ¿Puede haber algo más relajante?

Mis padres se pasan los días expresándome lo orgullosos que están de mí y eso hace que se me ensanche el corazoncito.

Los echo muchísimo de menos pero siempre que puedo cojo un vuelo y paso unos días con ellos. A pesar de tenerlos lejos, nunca he dejado de sentirlos muy cerca.